jueves, 25 de febrero de 2016

Xavi Hernández: La relatividad del espacio

Cuando Xavi tiene la pelota,
la métrica a su alrededor pasa a ser relativista.
 
Anónimo


La teoría de Einstein dice que el espacio y el tiempo son relativos, y que esto se manifiesta especialmente bajo determinadas circunstancias. Resumiendo mucho, podríamos decir que el genio de Einstein radica en haberse dado cuenta de que la expresión dos acontecimientos simultáneos, en sí misma, carece de sentido: hace falta decir para quién son simultáneos. Del hecho de que la simultaneidad no sea absoluta, se siguen la relatividad del espacio y del tiempo. En pocas palabras, puede demostrarse que la longitud de cualquier objeto (un coche por ejemplo) que se mueva a gran velocidad se contraerá en la dirección del movimiento, mientras que el tiempo se dilatará en este sistema. Es decir, el reloj del conductor del coche marchará más lentamente que cuando se encuentra en reposo. Lo mismo ocurre si cambiamos el movimiento a gran velocidad, por la presencia de un campo gravitatorio muy intenso, como el que originan los agujeros negros, lo que incluso podría dar lugar a la aparición de ondas gravitacionales. Al principio, todas estas conclusiones parecían demasiado fantásticas como para corresponder a la realidad (como si la realidad tuviese la obligación de ser aburrida) y fueron rechazadas por los científicos, pero fueron finalmente confirmadas y hoy nadie duda de que la relatividad del espacio y del tiempo es una propiedad del universo en que vivimos.

En mi modesta opinión, el futbol de Xavi Hernández agrega una nueva dimensión a la teoría de Einstein. Su capacidad para encontrar huecos en los sofisticados entramados defensivos que nos ha deparado el futbol posmoderno solo puede explicarse desde una óptica relativista. Lo hemos visto una, dos, mil veces: Xavi recibe la pelota en mitad de cancha, levanta la cabeza y ve a todos sus compañeros marcados. No hay espacio para meter un pase, ni para tirar una pared, jugarla hacia atrás parece la única opción. Y sería la única opción para cualquier jugador no einsteniano. Pero Xavi es una sublime excepción, es una supernova que juega al futbol: se hamaca, hace una calesita y de pronto, el ancho del campo se duplica, los centímetros que separan a Messi de sus marcadores se convierten en metros, el área se vuelve enorme antes del pase y minúscula cuando un compañero recibe la pelota y queda mano a mano frente al portero.

He visto sus asistencias cientos de veces en el Camp Nou, en el Calderón, por la tele. Los comentarios son siempre los mismos: cómo hizo para meter un pase así? Aventuro que no se puede explicar desde una óptica lineal, clásica. Habrá que aceptar que Xavi tiene un don especial que le permite hacer fácil lo difícil, y que pasa por aprovecharse de la relatividad del espacio como fenómeno futbolístico.

Hace unos días nos desayunábamos con la noticia de la primera observación de las ondas gravitacionales predichas por Einstein. Hasta donde pude entender, los científicos del laboratorio LIGO han detectado un efímero pulso de menos de un segundo de duración, producto de la colisión de dos agujeros negros ocurrida hace unos mil millones de años, y que desde entonces atravesó una distancia de algo mas de mil millones de años luz para llegar hasta nosotros. Creo que esta observación puede ser un excelente punto de partida para que los físicos se dediquen a estudiar el fenómeno Xavi en su verdadera dimensión. De paso, creo que nos ayudará a entender mejor la verdadera causa de las muchas falsas alarmas detectadas en el experimento LIGO.






jueves, 27 de diciembre de 2012

Bochini 1977: El sueño de los héroes

Nunca se había figurado que su alma fuera tan grande
ni que en el mundo hubiera tanto coraje.
Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes


Para empezar a entendernos, tiene que quedar claro que Ricardo Bochini (más conocido como “el Bocha”) fue lo más grande que tuvo el fútbol argentino, hasta la llegada de Maradona. A los europeos esto les suena raro, ya que al Bocha no lo oyeron nombrar nunca en la vida, a pesar de que por esa época (finales de los 70) Argentina ya comenzaba a exportar muy buenos jugadores. El mismo Diego lo consideró su ídolo de juventud: “El único tesoro de la pieza donde dormía en Villa Fiorito era un póster del Bocha que tenía pegado sobre mi cama,” declaró una vez.
El Bocha es sinónimo de pasión, de calidad y buen gusto, es decir: de lo mejor que el fútbol puede dar. Era un ganador nato, alguien tan habituado a conseguir lo imposible que con él era fácil sentirse invencibles. Por difícil que se presentara un partido, los hinchas de Independiente sabíamos que con el Bocha lo ganábamos. Si en una semifinal de la Libertadores había que meter 3 goles, se metían (contra el Cruzeiro de local, en 1975). Si había que ganar para llegar a la final, se hacía, aunque el partido estuviera 2-2 faltando 3 minutos (contra Olimpia de local, en 1983). Si en alguna final los delanteros no estaban inspirados y se perdían los goles que les servía en bandeja, entonces los hacía el mismo (contra River de local, en 1978). Si faltando 15 minutos había que hacer un gol de visitante para salir campeones, se hacía, aunque estuvieran jugando con 3 hombres menos (contra Talleres, en 1978). De esta manera consiguió un palmarés impresionante: además de cuatro títulos de la liga argentina, consiguió diez títulos internacionales, entre ellos nada menos que cinco veces la Copa Libertadores de América, dos Intercontinentales y un Mundial de Fútbol (1986).
Del párrafo anterior se intuye que si del Bocha se trata, hay material de primera no ya para escribir un artículo, sino un libro entero. Puestos a elegir, sin embargo, hay un partido de los 634 que jugó con la camiseta de Independiente que destaca claramente por sobre todos los demás: el partido de vuelta de la final del Campeonato Nacional de 1977. Así como todos los argentinos recordamos lo que estábamos haciendo cuando Diego hizo su famoso gol contra los ingleses, los hinchas de Independiente no podremos olvidar jamás donde y con quién estábamos mirando esa final contra Talleres de Córdoba, aquella gloriosa noche del 25 de enero de 1978.
Ese partido es, probablemente, el más espectacular que mi generación pudo ver en su vida. Yo arriesgaría un poco más, y diría que debe ser uno de los 3 o 4 más emocionantes que se han vivido en la historia del fútbol. Es que cuesta imaginar algo más difícil de conseguir que ganar una final con 8 jugadores (contra 11 rivales), jugando de visitante, y cuando para salir campeones no basta con aguantar el resultado, sino que hay que meter un gol y solo quedan 15 minutos de juego. La final era la del llamado Campeonato Nacional (1977), que incluía a los equipos de Buenos Aires y a los mejores del interior del país. En esos años, el nivel del campeonato local era altísimo, ya que los mejores jugadores no se iban a Europa con 20 años (como ocurre ahora). La mayoría de ellos jugaban toda la vida en la liga local, de hecho fue con estos jugadores que Argentina ganó el campeonato del mundo de 1978.
El partido de ida se había jugado en Avellaneda el 21 de enero de 1978, y había terminado 1-1. La revancha se jugó el 25 de enero en Córdoba, con el estadio lleno y una fiesta preparada para que los cordobeses celebraran su primer título en primera división. El gol de visitante valía doble, por lo que con empatar cero a cero en el partido de vuelta, Talleres sería campeón.
Los planes para el festejo empezaron a ir mal ya en el primer tiempo, cuando el Beto Outes metió un gol de cabeza en el minuto 29. Independiente jugaba mejor y controlaba el partido, pero de a poco se empezaba a notar que el arbitro Barreiro estaba dispuesto a darle una buena mano a Talleres para que consiga su primer titulo. El empate no llegaba, así que se inventó un penal a los 15 minutos del segundo tiempo, para que los ánimos se calmaran un poco. Los penales se pueden discutir, pero lo que sobrevino apenas 10 minutos después, es algo que no admite la menor discusión. Llegó un centro al área desde la derecha, y Bocanelli saltó sin ninguna vergüenza, con el brazo extendido, para meter el gol con el puño. Aunque Bocanelli siga diciendo, 30 años después, que “No hubo mano”, conviene aclarar que no hicieron falta repeticiones, ni fotos posteriores (como las que salieron en El Gráfico) para aclarar el tema: fue una mano grande como una casa, que incluso en la tele blanco y negro y con lo mal que se veían por ésa época no dejaba ninguna duda. El árbitro estaba dispuesto a certificar un robo de esos que pocas veces se ven en el fútbol: una cosa es cobrar un penal dudoso, o un gol en orsay, pero esto era ya demasiado. Parece que el referee Barreiro quería estar seguro de que con este regalo Talleres seria al fin campeón de primera, y aprovechó la protesta de los hombres de Independiente para echar a Trossero, Larrosa y el negro Galván.
Con el 2-1 a favor y jugando 11 contra 8, el partido parecía más que sentenciado, solo faltaba ver si Talleres liquidaba el partido con algún otro gol en los 15 minutos que restaban, para contribuir así a la fiesta que había comenzado ya en toda la ciudad. En cualquier caso, a todo los que estábamos viendo el partido nos parecía imposible que Independiente marcara el gol que necesitaba para salir campeón en esos 15 minutos finales. En medio de las protestas, Bochini le pidió a José Omar Pastoriza que retirara el equipo, pero finalmente se calmó y siguió jugando sin saber que iba a ser el héroe de la noche, justo el día de su cumpleaños número 24. El entrenador, por su parte, se jugó una última carta con el ingreso de Mariano Biondi y Daniel Bertoni para buscar un gol imposible.
Tal como le ocurriera a Emilio Gauna en una noche de carnaval de 1927, también a Ricardo Bochini le fue dado entrever su verdadero destino en el sueño de una noche de verano. Gauna precisó de un cuchillo para llegar a la culminación de su vida, que le exigía ser valiente. Al Bocha le bastaron una pelota y una doble pared con su mejor socio, Bertoni, para decir lo que todavía nadie había dicho con tanta claridad en un estadio de fútbol: la esperanza nunca es vana.
Lo dijo Helenio Herrera hace muchos años, y ya nadie lo duda: con uno menos, se juega mejor. Pero, ¿con tres menos? ¿se juega? ¿se puede jugar con ocho hombres? Esa es la verdadera pregunta. Lo que está claro es que con once se juega, pero no se piensa. A lo mejor el que piensa es el entrenador, pero él no está dentro de la cancha, esa especie de cuarta dimensión donde mandan los sentimientos, no la razón. Este es el origen del gran drama del fútbol. Los once no piensan, corren mucho y festejan ya un triunfo que esta a solo 15 minutos. En cambio los ocho corren menos, se juntan, tocan más. Saben que a lo sumo llegarán a hilvanar una sola ocasión de gol, que no podrán fallar. Y así ocurrió, en el minuto 83: el Bocha llega a la medialuna con la pelota controlada, se la toca a la derecha a Bertoni, que se la devuelve a ras del suelo. Aunque le queda para la zurda, su pierna menos hábil, el Bocha no duda y la acaricia como viene, sin pararla, para colocarla arriba, en el ángulo derecho del arco de Talleres. Ese gol valía un campeonato, y aunque en los 5 minutos que quedaban había tiempo para pelearlo, el mazazo psicológico fue tan tremendo que los cordobeses bajaron los brazos.
Una anécdota personal ilustra hasta que punto la devoción por el Bocha esta por encima de tantas otras cosas. Recuerdo hace unos años, cuando mi vieja se estaba muriendo en la sala de terapia intensiva del Hospital Raffo. Yo me había venido de raje desde Madrid unos días antes, porque sabía que su estado era terminal y que le quedaba muy poco. Llevaba días abrazado a mi hermana, llorando a todas horas, tratando de recordar mi último diálogo con ella seis meses atrás. Mi vieja estaba inconsciente, sabía que ya nunca más podría hablar con ella, ni oírla decirme cosas que nunca me dijo y que de pronto se me antojaban fundamentales para poder seguir. Entonces hablamos con el médico que la atendía, que nos dijo, más o menos, que no había nada que hacer, que era cuestión de horas. De pronto nos despedimos y él nos dice que está disponible para lo que sea, que lo llamemos sin problema, a cualquier hora, y nos da su nombre: soy el Dr. Bochini. Fue instantáneo: se me iluminó la cara, sonreí aún llorando, alcance a balbucear: “¿algo que ver con el Bocha?”. No, no tenia nada que ver, pero igual me sentí de pronto muy mal, me dije: “¿cómo puede ser que me ponga a pensar en el Bocha, en estos momentos?”
Mi madre murió al día siguiente, y esa pregunta final me persiguió durante un buen tiempo, hasta que recordé que aquella mágica noche del 25 de enero de 1978, yo estaba en casa solo, con mi vieja. Estaba sentado en el sofá, con el gorro de Independiente puesto, la banderita en una mano y la Spika en la otra. Cuando el Bocha empató el partido, pegué un salto y me fui corriendo a abrazar a mi vieja, que estaba limpiando la cocina. La recuerdo como si fuera hoy: pocas veces la vi reír con tantas ganas, con tanta alegría, tan cerca de mí.
Desde que recordé ese momento, me gusta imaginar que el destino le hizo un guiño a mi vieja en sus últimas horas de vida, para que pudiera despedirse de mí de alguna manera, ya que su cuerpo la había abandonado. Lo hizo evocando aquella noche, que sin dudas fue, como para tantos hinchas de Independiente, una de las más felices de mi vida, y consiguió que todo el dolor y la tristeza que sentía en ese momento se me olvidasen. La volví a ver reír, me volvió a abrazar, me volvió a dar un beso de buenas noches antes de irse a dormir.


domingo, 18 de marzo de 2012

Iniesta 2010: El fútbol tiene quien le escriba

Si hubiera que elegir a un jugador de la final que España le ganó a Holanda en el Mundial de Sudáfrica, aquel 11 de julio de 2010, sin dudas ese hombre sería Andrés Iniesta. El hombre que mejor entiende este juego en todo el mundo, el jugador cuya inteligencia futbolística va siempre diez segundos por delante de la de cualquier rival. El de Fuentealbilla jugó un partidazo y fue el héroe de la noche, no solo porque hizo el gol, no solo porque dio varias asistencias magistrales, sino porque además a él le hicieron la falta que provocó la expulsión por doble amarilla de Heitinga. Se jugaba la prórroga de un partido en donde, todo hay que decirlo, un equipo quiso jugar al fútbol, y el otro tan solo llegar a los penales. Corría el segundo tiempo de la prórroga y parecía que el plan de dar leña y hacer tiempo les iba a salir bien a los holandeses. Pero en eso se escapa Iniesta en la puerta del área, lo agarra Heitinga y el árbitro le muestra, por fin, la primera roja del partido. Quedaban tan solo 10 minutos para el final, era la gran oportunidad. Y la mejor generación española, en su mejor momento futbolístico, no la iba a desaprovechar. Tan solo 6 minutos después llegaría la jugada de ese gol que el futbol estaba esperando.

Hay muchos detalles muy bonitos en esa jugada, una larga posesión de 25 segundos que se inicia dentro del área grande de España y termina en el gol de Iniesta.  Empieza cuando Ramos sale jugando la pelota por banda derecha, con un pase a Navas, que hace una corrida monumental sobre la línea de cal. Arranca a toda velocidad, se quita de encima a Van der Vaart que lo intenta agarrar y corre hasta cruzar la media cancha, cuando aparte de los tres que lo vienen siguiendo se encuentra con otros dos que lo esperan de frente. Uno de los que lo siguen aprovecha que Navas se frena y le toca el balón apenitas, con la punta del pie, justo para que su compañero que estaba detrás la reciba de frente, con todo el tiempo del mundo para salir jugando la pelota, a cuatro minutos del final del partido. Tiene tiempo, tiene espacio, tiene tres camisetas naranjas a su alrededor. Pero hay algo que no tiene, hay algo esencial que le falta. Me lo decía siempre mi viejo: “Aprender a jugar, no se puede. Podés aprender a tirar centros, penales, a hacer tiempo, pero a jugar al fútbol? no se puede aprender”.

Ese preciso instante contiene la esencia de lo que fue esta final de Sudáfrica: el holandés tiene todo el tiempo para salir jugando tranquilamente, solo tiene que controlar el balón, retroceder un poco, tiene mil variantes. Miro una y otra vez la repetición, y no termino de entender por que hace lo que hace. ¿Se deberá tal vez a esa manía de los entrenadores posmodernos por sacar la pelota hacia adelante, a toda costa? Puede ser. Lo cierto es que, como no sabe, lo que termina haciendo es lo único que no debería hacer: improvisar. La toca con la cara exterior del pie izquierdo hacia adelante, sin mirar, con tanta mala suerte que le cae a un español que está dos metros por delante de él. Y ese jugador sí que sabe. Es Andrés Iniesta, y aunque no tiene espacio ni tiempo porque ya se le viene un rival encima, lo primero que hace es parar la pelota. La controla y quiere salir jugando con Cesc, que está a sus espaldas. No tiene tiempo para mas, hay un holandés que (están en el círculo central) ya se le viene encima para cortar el juego. Pero Iniesta sí que sabe, y entonces utiliza el único recurso posible: el tacón. Sin moverse del lugar donde recibe la pelota, le da suave con el taco, y se la sirve a Cesc, que sale jugando con toda la cancha de frente. Iniesta no lo sabe, pero en apenas 12 segundos se volverá a encontrar con el balón dentro del área para convertir el gol más importante de la historia del fútbol español.

Hace poco Mourinho salió a decir que ese gol lo podía haber hecho cualquiera, un defensa, un lateral. Tengo mis dudas. Lo que está claro es que la genialidad del tacón de Iniesta, por fácil que parezca en las repeticiones de video, eso seguro que ningún defensa en mitad del campo tendría la claridad para hacerlo. Viene luego la parte mas conocida de la jugada: Cesc se la da a Navas, este abre a Torres sobre la izquierda, que en cuanto puede saca un centro buscando a Iniesta. El centro lo corta como puede nada menos que Van der Vaart (el que le había hecho falta al comenzar la jugada a Navas, unos 20 segundos antes de este centro), algo que también hace muy mal: la deja muerta en la medialuna del área. Hay tres holandeses a menos de un metro, pero el que llega primero es Cesc, que primero controla el balón, y luego se lo pone a Iniesta para que haga el gol. Se repite lo que ocurriera antes del tacón de Iniesta: los dos holandeses que tocan le pelota en estos 25 segundos, literalmente hacen solo eso, tocarla. La sacan como pueden hacia adelante, no buscan nunca a un compañero, justo lo contrario a lo que hacen Iniesta y Cesc, que siempre buscan controlarlo y si pueden, asociarse.

El pase de Cesc es bueno, pero a Iniesta le pica justo antes de recibirla, y por eso cuando la controla con su pie derecho la pelota sube. Volviendo al comentario de Mourinho, yo creo que este simple detalle es el que haría imposible para casi cualquier defensa marcar este gol. Quien haya jugado al fútbol sabe lo traicioneros que son los balones de sobrepique, lo fácil que es mandarlos diez metros sobre el travesaño si se les da con el puro instinto, sin pensar. Pero Iniesta es un fuoriclasse, y sabe de sobra que a una pelota que pica nunca se le pega cuando sube. Tiene que dejarla picar, y esperar a que vuelva a subir, en un instante que dura una eternidad para los que lo estamos viendo, y justo cuando empieza  a caer de nuevo, ahí le da con toda el alma. Van der Vaart sabe que no tiene nada que hacer, pero sabe también que su entrenador no le perdonará nunca que no se tire en tijera cuando sale el disparo. En una entrevista, Iniesta lo explicaba así: “Desde que la controlo, sé que es gol. Sé que el defensa no llega, que el portero no llega... Solo he de esperar a que caiga, a que se cumpla la ley de Newton. Sabía que bajaba, que le pegaba, que era gol...” Me gusta pensar que hubo algo de justicia divina en el hecho de que ese gol que vale un mundial lo convirtiera Iniesta, el jugador español que mejor representa la esencia de este juego, el que mejor entiende esos códigos misteriosos que como decía mi viejo, no se pueden aprender. Los dioses del futbol saben a quien convierten en leyenda.

Y como si esto fuera poco, en el festejo del gol llega la segunda lección magistral de Iniesta en esa noche de gloria: se quita la camiseta, y le muestra al mundo su homenaje a Dani Jarque, su amigo (que jugaba en el Español) fallecido el año anterior. “Dani Jarque siempre con nosotros” pudo leer el mundo entero en la camiseta que llevaba debajo. Goles son amores, pensé cuando lo vi. Vaya sensibilidad, vaya delicadeza la de este pibe, que en el vestuario antes de salir a jugar el partido mas importante de su vida es capaz de hacerse tiempo para preparar esa camiseta.

El de Fuentealbilla marcó el gol de su vida, y volvía a hacer campeona del mundo a una selección que juega como los dioses, algo que no ocurría desde hacía décadas. Los amantes del buen fútbol volvimos a llorar de emoción. Por fin, tantos años después, un equipo conseguía lo más difícil que hay en este juego: ganar jugando bien. El tedio llevaba demasiado tiempo reinando en los mundiales, pero por suerte apareció Andrés Iniesta. Los hombres sensibles del barrio de Flores vuelven a sonreir. El fútbol tiene quien le escriba.





viernes, 18 de noviembre de 2011

Raúl 1998-2000: Las Peras del Olmo


El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles
Octavio Paz

A estas alturas, después de tantos años de verlo jugar, hay algo que los amantes del fútbol tenemos claro: Raúl juega siempre otro partido. El resto de sus compañeros, los otros, intentan seguir el libreto dictado por su entrenador: abrir a las bandas, cuidar el balón, avanzar en bloque pero sin regalarse. Muchos de ellos son buenos jugadores, algunos muy buenos, pero son del reino de este mundo. Jugadores de entrecasa los llamaría mi viejo: más grandes parecen cuanto más pequeño es el partido, y viceversa. Todos pueden correr, marcar, hacer goles de tiro libre, lanzar buenos centros desde las bandas. Pedirles más que eso es pedirle peras al olmo, cosa que sólo puede hacerse con Raúl, que con apenas 25 años ya podía considerarse – a mi modesto entender - el mejor delantero de la historia del fútbol español. Entre otras cosas porque mucho más que un buen delantero, mucho más que un gran goleador, Raúl representa lo mejor que el fútbol puede ofrecer: el equilibrio perfecto entre inspiración, técnica y eficacia. Sus goles en la final de la Copa Intercontinental contra el Vasco da Gama (1998) y contra el Valencia por la Copa de Europa (2000) son una prueba más de ello.

Comencemos por este último, el gol que le hizo Raúl a Cañizares en la final de la Champions en el 2000. Si hubiera que ponerle un nombre, sería el de la definición perfecta. Decía Bobby Fisher que la manera más rápida de dar el mate de alfil y caballo es obedecer a la propia intuición para acorralar al rey, en vez de ceñirse a la fría técnica dictada por los libros de texto. El mismo principio parece guiar a Raúl desde el mismo momento en que recibe la pelota en mitad de cancha, completamente sólo para irse al contraataque, a casi 50 metros del arco del Valencia y sin ningún rival entre él y el portero.

Durante los ocho segundos siguientes, Raúl brindó una clase magistral sobre cómo se ejecuta una definición perfecta. Mucho se ha escrito sobre el temor del portero frente al penalti, pero….y el del delantero solo, en un mano a mano…?? Setenta mil personas en el estadio y varios millones más por televisión estuvieron atentas a cada movimiento del madridista, confiados en que cometería algún error. Después de todo, la jugada es fácil de describir pero difícil de concretar: correr 50 metros sin perder el control, sin que los rivales le den alcance, luego eludir al arquero y finalmente hacer el gol. Más fácil es tirar un penalti, por poner un ejemplo, y en condiciones similares los nervios han podido con jugadores como Maradona o Baggio.

Sin pelota, se corre más. Raúl lo sabe, e intuye que al llegar al área le habrá dado alcance al menos un defensor del Valencia. Cañizares es el portero, que lo conoce mucho de la selección y lo aguanta bien sobre la línea del área chica. Lo conoce tanto que sabe perfectamente que se abrirá hacia la izquierda, para eludirlo a la carrera y definir con su mejor pierna, la zurda. Pero Raúl lo sorprende. Intuye lo que espera Cañizares, y contra todos los pronósticos, se abre hacia la derecha. Aquí arriesga fuerte, pero sabe que la sorpresa desarma a cualquier portero y que de ahora en más todo dependerá solo de él. Se abre mucho, demasiado hacia la derecha para eludir a Cañizares, y se queda casi sin ángulo para tirar. Sabe que habrá ya un defensor cubriendo la portería. El que llega es Djukic, que viene como una tromba corriendo desde detrás de mitad de cancha y se encuentra casi sobre la línea de gol cuando Raúl está por rematar. Los que nunca han jugado al fútbol, creen que ahora viene la parte más fácil de la jugada: se equivocan. Nueve de cada diez delanteros de nuestra liga hubiesen errado este gol: habrían rematado en cuanto podían, y el defensor la habría sacado en la línea. Pero Raúl no falla. En cuanto está en posición de remate, no dispara. Se detiene una fracción de segundo, un instante fugaz pero suficiente para que el defensor que cierra a toda velocidad siga de largo y se meta en la portería. Y ahí gatilla. La pelota pasa a un centímetro del pie derecho de Djukic, y se convierte en el tercer gol del Real Madrid.

El otro gol que quiero reseñar es el que le hizo Raúl al Vasco da Gama, en la final de Tokio, en el 98. El largo pase que envió Seedorf casi desde mitad de cancha, de derecha a izquierda, fue un pase correcto aunque demasiado forzado, y terminó en la red sólo gracias a que en el otro extremo esperaba un jugador excepcional como Raúl. La pelota le cayó a Raúl con mucha fuerza, como un meteorito: cualquier torpeza en el control hubiera bastado para que saliera por línea de fondo, o para dejarla a merced de un defensor. Iban 38 minutos del segundo tiempo y el partido estaba 1-1. Eran muchos los que veían más cercano el segundo gol del Vasco da Gama que el del Madrid: los brasileños apretaban con todo, Hierro apenas daba abasto rechazando todo lo que le caía, y el mediocampo madridista parecía haberse ido a las duchas antes de tiempo. Faltando un cuarto de hora, llegar a la prórroga parecía lo mejor que podía pasarle al Madrid. Y hubiera sido lo mejor, de no haber contado en sus filas con Raúl.

En este gol, todo lo que hace el siete madridista es extraordinario. Controla primero el balón en el aire, a medio metro del suelo con la punta del botín izquierdo, recorta hacia atrás para hacer pasar de largo al defensor que se le tira a los pies, y aquí viene la genialidad:  amaga a rematar con la zurda, que es lo que esperan que haga el portero, el segundo defensor que viene llegando para taparle el disparo, y todos los que estamos viéndolo por televisión, pero vuelve a recortar hacia adentro, dejando libre de rivales la línea de gol, que marca finalmente con su pierna mala, la derecha.

Ese gol le devolvía al Madrid un trofeo que buscaba desde hacía 38 años. Habiendo conquistado la Copa de Europa apenas cuatro meses antes, el triunfo de Tokio volvía a colocar al Madrid en la cima del mundo futbolístico. Pues sí, el fútbol es un arte, eso está claro, dice Raúl en un momento de la entrevista que le hiciera Inocencio Arias, poco después del partido. Pues sí, el futbol es un arte. Aunque pocas veces esto se había dicho con tanta claridad en un gol como en este que le hizo Raúl, con apenas 21 años, al Vasco da Gama. 



jueves, 17 de noviembre de 2011

Burruchaga 1986: El Pase de Dios

Aparte del célebre gol de Diego – giro de Dios incluido – la otra historia que hay que contar del Mundial de México es la de la final contra Alemania. Argentina ganaba 2-0 bien, cómoda, casi sin transpirar. Teníamos la copa en el bolsillo y entonces los alemanes nos empataron, casi sin quererlo. Parecía que la cosa se complicaba, quedaban quince minutos y a muchos les empezaba a faltar el aire, pero por suerte aún nos quedaba Burruchaga. El hombre que había logrado ponerse la número 10 de Independiente,  mandando al banco al mismísimo Bochini en su mejor época, luego de más de 10 años de titularidad en que el Bocha nos había dado cinco Libertadores y dos Intercontinentales que ganó prácticamente él solo. Antes de empezar ese partido, Bilardo la tenía clara: la manija no iba a ser Diego, sino Burru, tal como ocurriera dos años atrás en un partido memorable en que Argentina había vencido 3-1 a Alemania en Duesseldorf, con Burru de manija. Lo había dicho antes del partido y nadie le creyó: ¿Burru de manija? ¿teniendo en nuestras filas al mejor jugador de la historia y en su mejor momento? Seguimos sin creerle hasta que los alemanes empataron.

Se lo dijo Valdano a Burruchaga en el círculo central luego del segundo gol alemán: “Ya éramos campeones del mundo, y ahora hay que volver a empezar.” “Tranquilo, que ganamos igual” fue la respuesta. La fe ciega, el hambre de gloria de Burru seguían intactas. El partido se reanudó con una rara sensación: todos sabíamos que Argentina era más, pero a los alemanes se los había visto ganar finales con mucho menos equipo que aquel de México, así que parecía que tocaba sufrir de nuevo. Fue entonces cuando apareció una pelota dividida en mitad de cancha, un rebote dentro del círculo central que salió en dirección de Diego. Me lo decía mi viejo siempre: “La pelota busca al jugador. Cuando uno sabe, no se desespera. La pelota sabe, la pelota busca al jugador….” Diego se la ve venir muy encima, al cuerpo, y da un paso atrás para darle tiempo a que baje un poco. Los dos alemanes que andan más cerca se le van encima, pero ya es tarde. La pelota busca al jugador, y el genio lo ve todo una fracción de segundo antes de que ocurra.

Lo que siguió fue una auténtica obra de arte, una de las más exquisitas joyas de la corona del fútbol, la conjunción más perfecta entre eficacia, estética e imaginación que se haya visto nunca en un pase. Bobby Charlton, que del tema sabe algo, dijo luego del partido que ese fue el mejor pase-gol que había visto en su vida. Lo dicho: la pelota le llega a Diego mal, a media altura, obligándolo a retroceder – ni pensar en pararla – mientras espera que baje, para poder acariciarla con la cara interna de la zurda, y así ponérsela servida a Burru por el callejón del ocho para que se vaya solo hacia el gol.

Burru sale como una tromba hacia adelante, tan rápido que parece que los alemanes no corren, y presiente su destino de héroe. ¿Qué pensó, que no pensó Jorge Burruchaga en esa carrera interminable? ¿Habrá pensado en sus viejos, en los amigos del barrio? ¿se habrá acordado de cuando se ganaba la vida como albañil, antes de jugar en Arsenal de Sarandí? A lo mejor. Lo que nos contó después del partido fue que sintió como un vértigo, que veía el arco agrandarse y achicarse mientras corría esos pocos metros que le parecieron kilómetros. Tal vez por eso la alargó mucho al final, dando la sensación de que el arquero salió mal – cosa que no es cierta – pero llegó a dominarla justo al borde del área, justo a tiempo para definir el partido. Se acordó entonces de una de las leyes fundamentales del fútbol, la que tantas veces le repetía el Bocha en los entrenamientos y le mostraba en las finales. Esperó a que el arquero diera el paso adelante y se la cruzó suave al segundo palo.

Valdano, el negro Enrique, Brown, todos corrieron hasta el banderín del corner para abrazarlo. Diego los miraba sonriente desde la mitad de la cancha. Había dejado de correr hacía rato porque sabía que, desde el momento en que salió su pase, a todos nos había quedado claro que el campeonato, se había acabado.



Maradona 1986: El Giro de Dios


           Aunque el fútbol no sea un arte, hay que admitir que (por suerte!) quedan todavía grandes artistas que se dedican a este juego. Ahora que el futuro ya llegó, los que amamos el buen fútbol nos hemos convertido, como decía Galeano, en una especie de linyera que va en peregrinación por los estadios, arrastrando los pies, pidiendo con las manos en cuenco “una buena jugadita por el amor de Dios”. Por suerte, quedan aún jugadores capaces de regalarnos jugadas memorables, obras maestras capaces de emocionar tanto como una sonata de Mozart o una escultura de Miguel Ángel. Analizar uno de estos fragmentos – el segundo gol de Maradona a los ingleses en México – es el motivo de estas líneas. 

La jugada es, a estas alturas, bien conocida por todos los amantes del fútbol. Diego recibe la pelota en su campo antes de recorrer más de media cancha con la pelota atada a su botín izquierdo, dejando atrás a cinco ingleses antes de eludir al arquero y convertir el gol. Todo en once eternos segundos, en once precisos toques. Como bien dice Santiago Segurola en una excelente reseña de este gol (al que llama con justicia El Gol del Siglo), es raro que no se haya escrito un poema – o al menos un tango, agrego yo – sobre esa aventura de gol. Mucho se ha escrito, especialmente desde Europa, sobre el gol que le hizo Diego con la mano “de verdad” a Shilton, aunque muy poco sobre el que le hizo con la otra mano (la que tenía en su pie izquierdo) y que como dice Segurola representa el momento más creativo, emocionante y poético en la historia del fútbol.

En mi opinión, son dos los momentos más espectaculares de toda la jugada: el comienzo y el final. Hoy, veinticinco años después de aquel pequeño milagro, podemos agregar que a una jugada empezada de forma tan soberbia, sólo le cabía un final comparable; a un comienzo con gambeta inédita, un final con amague de alto riesgo, ya que a la realidad le gustan las simetrías, como diría un clásico. Pero vayamos por partes. La jugada comienza cuando Diego recibe la pelota en su campo, sobre el borde derecho del círculo central, con la cancha al revés como diría mi viejo (es decir, mirando hacia su propio arco) y rodeado de dos ingleses que le salen al cruce de inmediato. La manera en que Diego se los quita de encima y empieza su carrera al gol (a menudo no mostrada en las repeticiones de TV) no sólo es genial: bastaría por sí sola para demostrar que algo más que humano había en aquel pibe. Diego corre hacia la pelota, la toca con la punta del botín hacia atrás, la pisa, gira 180 grados y sale a la carrera hacia adelante entre los dos atónitos ingleses, que seguramente aún hoy se sigan preguntando cómo es posible que Diego no haya intentado parar la pelota en ningún momento. Todo esto ocurrió en algo menos de un segundo, en lo que – para utilizar el mismo lenguaje que en el primer gol - podríamos llamar El Giro de Dios.

Viene luego la memorable carrera de Diego por el callejón del ocho, dejando ingleses en el camino a fuerza de amagues hasta que entra en el área grande por la derecha. Valdano dijo luego del partido que, ya en los vestuarios, Diego le contó que lo había visto acompañándolo por el medio y que pensaba en darle el pase, pero que no encontraba un hueco entre los defensores ingleses y prefirió no arriesgar. Lo cierto es que Diego cruza la línea de las 18, elude al último defensor, se enfrenta a Shilton casi sobre el vértice del área chica y en vez de pegarle cruzado al segundo palo, intenta un regate por afuera, que a priori se presenta como imposible para cualquiera que llegue hasta ahí a esa velocidad, y sobre todo, para un zurdo entrando por la derecha.

El corazón del universo futbolístico está a punto de detenerse. ¿Qué hace Diego? ¿No se da cuenta de que se queda sin ángulo para patear si sigue? ¿Va a echar por la borda una carrera de 50 metros, con cinco ingleses en el camino y uno de los arranques más espectaculares jamás visto en la historia? ¿Quiere, como Pelé, ser también recordado por un casi-gol antológico? Nada de eso. Diego entra al área, ve al arquero saliéndole, lo presiente a Valdano por el medio y tiene aún tiempo para acordarse de algo que le había dicho su hermano “el Turco” cinco años atrás, el 13 de mayo de 1981, a propósito de una jugada – calcada a ésta de México – que hizo en Wembley contra Inglaterra, donde Diego la cruzó al segundo palo cuando le salió el arquero. “Fue un error – le dijo su hermano - si te gambeteabas al arquero por afuera, era gol seguro”. Diego se abre hacia afuera, elude a Shilton y, casi cayéndose, llega a tocarla con la punta de su botín izquierdo hacia el gol, un gol que, para muchos,  sigue siendo el mejor de la historia del fútbol.

Veinticinco años después, sigo recordando como si fuera hoy la reacción de mi viejo. Gritó el gol, saltó de la silla, lo siguió gritando y me abrazó como no lo había hecho nunca antes, como si estuviera abrazando el mejor sueño de su vida. Tenía lágrimas en los ojos, y oí que decía muy bajito, con apenas un hilo de voz mientras miraba de nuevo la repetición de la tele…cuánto amor…. Yo tenía veinte años, y por primera vez entendí de verdad lo que significa esa frase que resume la esencia de nuestro fútbol (y que suena tan rara a los europeos!!) que dice que goles, son amores.