Nunca se había figurado que su alma fuera tan grande
ni que en el mundo hubiera tanto coraje.
Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes
Para empezar a entendernos, tiene que quedar claro que Ricardo Bochini (más conocido como “el Bocha”) fue lo más grande que tuvo el fútbol argentino, hasta la llegada de Maradona. A los europeos esto les suena raro, ya que al Bocha no lo oyeron nombrar nunca en la vida, a pesar de que por esa época (finales de los 70) Argentina ya comenzaba a exportar muy buenos jugadores. El mismo Diego lo consideró su ídolo de juventud: “El único tesoro de la pieza donde dormía en Villa Fiorito era un póster del Bocha que tenía pegado sobre mi cama,” declaró una vez.
El Bocha es sinónimo de pasión, de calidad y buen gusto, es decir: de lo mejor que el fútbol puede dar. Era un ganador nato, alguien tan habituado a conseguir lo imposible que con él era fácil sentirse invencibles. Por difícil que se presentara un partido, los hinchas de Independiente sabíamos que con el Bocha lo ganábamos. Si en una semifinal de la Libertadores había que meter 3 goles, se metían (contra el Cruzeiro de local, en 1975). Si había que ganar para llegar a la final, se hacía, aunque el partido estuviera 2-2 faltando 3 minutos (contra Olimpia de local, en 1983). Si en alguna final los delanteros no estaban inspirados y se perdían los goles que les servía en bandeja, entonces los hacía el mismo (contra River de local, en 1978). Si faltando 15 minutos había que hacer un gol de visitante para salir campeones, se hacía, aunque estuvieran jugando con 3 hombres menos (contra Talleres, en 1978). De esta manera consiguió un palmarés impresionante: además de cuatro títulos de la liga argentina, consiguió diez títulos internacionales, entre ellos nada menos que cinco veces la Copa Libertadores de América, dos Intercontinentales y un Mundial de Fútbol (1986).
Del párrafo anterior se intuye que si del Bocha se trata, hay material de primera no ya para escribir un artículo, sino un libro entero. Puestos a elegir, sin embargo, hay un partido de los 634 que jugó con la camiseta de Independiente que destaca claramente por sobre todos los demás: el partido de vuelta de la final del Campeonato Nacional de 1977. Así como todos los argentinos recordamos lo que estábamos haciendo cuando Diego hizo su famoso gol contra los ingleses, los hinchas de Independiente no podremos olvidar jamás donde y con quién estábamos mirando esa final contra Talleres de Córdoba, aquella gloriosa noche del 25 de enero de 1978.
Ese partido es, probablemente, el más espectacular que mi generación pudo ver en su vida. Yo arriesgaría un poco más, y diría que debe ser uno de los 3 o 4 más emocionantes que se han vivido en la historia del fútbol. Es que cuesta imaginar algo más difícil de conseguir que ganar una final con 8 jugadores (contra 11 rivales), jugando de visitante, y cuando para salir campeones no basta con aguantar el resultado, sino que hay que meter un gol y solo quedan 15 minutos de juego. La final era la del llamado Campeonato Nacional (1977), que incluía a los equipos de Buenos Aires y a los mejores del interior del país. En esos años, el nivel del campeonato local era altísimo, ya que los mejores jugadores no se iban a Europa con 20 años (como ocurre ahora). La mayoría de ellos jugaban toda la vida en la liga local, de hecho fue con estos jugadores que Argentina ganó el campeonato del mundo de 1978.
El partido de ida se había jugado en Avellaneda el 21 de enero de 1978, y había terminado 1-1. La revancha se jugó el 25 de enero en Córdoba, con el estadio lleno y una fiesta preparada para que los cordobeses celebraran su primer título en primera división. El gol de visitante valía doble, por lo que con empatar cero a cero en el partido de vuelta, Talleres sería campeón.
Los planes para el festejo empezaron a ir mal ya en el primer tiempo, cuando el Beto Outes metió un gol de cabeza en el minuto 29. Independiente jugaba mejor y controlaba el partido, pero de a poco se empezaba a notar que el arbitro Barreiro estaba dispuesto a darle una buena mano a Talleres para que consiga su primer titulo. El empate no llegaba, así que se inventó un penal a los 15 minutos del segundo tiempo, para que los ánimos se calmaran un poco. Los penales se pueden discutir, pero lo que sobrevino apenas 10 minutos después, es algo que no admite la menor discusión. Llegó un centro al área desde la derecha, y Bocanelli saltó sin ninguna vergüenza, con el brazo extendido, para meter el gol con el puño. Aunque Bocanelli siga diciendo, 30 años después, que “No hubo mano”, conviene aclarar que no hicieron falta repeticiones, ni fotos posteriores (como las que salieron en El Gráfico) para aclarar el tema: fue una mano grande como una casa, que incluso en la tele blanco y negro y con lo mal que se veían por ésa época no dejaba ninguna duda. El árbitro estaba dispuesto a certificar un robo de esos que pocas veces se ven en el fútbol: una cosa es cobrar un penal dudoso, o un gol en orsay, pero esto era ya demasiado. Parece que el referee Barreiro quería estar seguro de que con este regalo Talleres seria al fin campeón de primera, y aprovechó la protesta de los hombres de Independiente para echar a Trossero, Larrosa y el negro Galván.
Con el 2-1 a favor y jugando 11 contra 8, el partido parecía más que sentenciado, solo faltaba ver si Talleres liquidaba el partido con algún otro gol en los 15 minutos que restaban, para contribuir así a la fiesta que había comenzado ya en toda la ciudad. En cualquier caso, a todo los que estábamos viendo el partido nos parecía imposible que Independiente marcara el gol que necesitaba para salir campeón en esos 15 minutos finales. En medio de las protestas, Bochini le pidió a José Omar Pastoriza que retirara el equipo, pero finalmente se calmó y siguió jugando sin saber que iba a ser el héroe de la noche, justo el día de su cumpleaños número 24. El entrenador, por su parte, se jugó una última carta con el ingreso de Mariano Biondi y Daniel Bertoni para buscar un gol imposible.
Tal como le ocurriera a Emilio Gauna en una noche de carnaval de 1927, también a Ricardo Bochini le fue dado entrever su verdadero destino en el sueño de una noche de verano. Gauna precisó de un cuchillo para llegar a la culminación de su vida, que le exigía ser valiente. Al Bocha le bastaron una pelota y una doble pared con su mejor socio, Bertoni, para decir lo que todavía nadie había dicho con tanta claridad en un estadio de fútbol: la esperanza nunca es vana.
Lo dijo Helenio Herrera hace muchos años, y ya nadie lo duda: con uno menos, se juega mejor. Pero, ¿con tres menos? ¿se juega? ¿se puede jugar con ocho hombres? Esa es la verdadera pregunta. Lo que está claro es que con once se juega, pero no se piensa. A lo mejor el que piensa es el entrenador, pero él no está dentro de la cancha, esa especie de cuarta dimensión donde mandan los sentimientos, no la razón. Este es el origen del gran drama del fútbol. Los once no piensan, corren mucho y festejan ya un triunfo que esta a solo 15 minutos. En cambio los ocho corren menos, se juntan, tocan más. Saben que a lo sumo llegarán a hilvanar una sola ocasión de gol, que no podrán fallar. Y así ocurrió, en el minuto 83: el Bocha llega a la medialuna con la pelota controlada, se la toca a la derecha a Bertoni, que se la devuelve a ras del suelo. Aunque le queda para la zurda, su pierna menos hábil, el Bocha no duda y la acaricia como viene, sin pararla, para colocarla arriba, en el ángulo derecho del arco de Talleres. Ese gol valía un campeonato, y aunque en los 5 minutos que quedaban había tiempo para pelearlo, el mazazo psicológico fue tan tremendo que los cordobeses bajaron los brazos.
Una anécdota personal ilustra hasta que punto la devoción por el Bocha esta por encima de tantas otras cosas. Recuerdo hace unos años, cuando mi vieja se estaba muriendo en la sala de terapia intensiva del Hospital Raffo. Yo me había venido de raje desde Madrid unos días antes, porque sabía que su estado era terminal y que le quedaba muy poco. Llevaba días abrazado a mi hermana, llorando a todas horas, tratando de recordar mi último diálogo con ella seis meses atrás. Mi vieja estaba inconsciente, sabía que ya nunca más podría hablar con ella, ni oírla decirme cosas que nunca me dijo y que de pronto se me antojaban fundamentales para poder seguir. Entonces hablamos con el médico que la atendía, que nos dijo, más o menos, que no había nada que hacer, que era cuestión de horas. De pronto nos despedimos y él nos dice que está disponible para lo que sea, que lo llamemos sin problema, a cualquier hora, y nos da su nombre: soy el Dr. Bochini. Fue instantáneo: se me iluminó la cara, sonreí aún llorando, alcance a balbucear: “¿algo que ver con el Bocha?”. No, no tenia nada que ver, pero igual me sentí de pronto muy mal, me dije: “¿cómo puede ser que me ponga a pensar en el Bocha, en estos momentos?”
Mi madre murió al día siguiente, y esa pregunta final me persiguió durante un buen tiempo, hasta que recordé que aquella mágica noche del 25 de enero de 1978, yo estaba en casa solo, con mi vieja. Estaba sentado en el sofá, con el gorro de Independiente puesto, la banderita en una mano y la Spika en la otra. Cuando el Bocha empató el partido, pegué un salto y me fui corriendo a abrazar a mi vieja, que estaba limpiando la cocina. La recuerdo como si fuera hoy: pocas veces la vi reír con tantas ganas, con tanta alegría, tan cerca de mí.
Desde que recordé ese momento, me gusta imaginar que el destino le hizo un guiño a mi vieja en sus últimas horas de vida, para que pudiera despedirse de mí de alguna manera, ya que su cuerpo la había abandonado. Lo hizo evocando aquella noche, que sin dudas fue, como para tantos hinchas de Independiente, una de las más felices de mi vida, y consiguió que todo el dolor y la tristeza que sentía en ese momento se me olvidasen. La volví a ver reír, me volvió a abrazar, me volvió a dar un beso de buenas noches antes de irse a dormir.